
Hace poco me han sucedido dos pequeñas historias de esas que le dejan a uno mal cuerpo.
El día 22 de marzo de este año tuvo lugar el primero de estos hechos, que fue protagonizado por un conductor. Acabábamos de bajarnos del autobús que nos llevó de nuestra pequeña ciudad a la Estación de Autobuses de la Avenida de América de Madrid y en esa misma estación nos dispusimos a coger uno de esos autobuses verdes (los comprendidos entre el 281 y 285) que paran en un macrohotel en el que suelen pernoctar los usuarios no madrileños del aeropuerto . En el andén estaba parado un 281 y su conductor estaba dentro; cuando me dispuse a preguntarle el tiempo que iba a tardar en salir el vehículo, el hombre me dijo de un modo tajante que con esas maletas no podíamos subir. Me quedé planchado y buscamos un taxi que nos cobró más de diecisiete euros, cuando podríamos haber resuelto el mismo trayecto con cuatro picadas de un metrobús. Ni que decir tiene que a los autobuses verdes (y a cualquier otro autobús urbano) se puede subir con maletas. Pero acabábamos de toparnos con una de esas personas que hacen el mal por puro placer porque tienen las espaldas cubiertas: al fin y al cabo, nadie iba a denunciarle, pues las personas con las que se ceba no son de Madrid y se van, ipso facto, a un destino más o menos lejano en el que pasarán unos días para luego volverse a sus casas. Serían entre las ocho menos cuarto y las ocho de la tarde y el caritativo conductor era un hombre de edad cercana a la jubilación, moreno, no muy alto y tal vez con entradas.
Salí dolido de aquel episodio y, como no tengo más recurso que éste, lo publico en esta humilde bitácora.
El 28 de noviembre, en el autobús de vuelta que nos trajo de Madrid a nuestra pequeña ciudad estaban sentadas cerca de nosotros dos veinteañeras de impecable factura externa y ruidosos teléfonos móviles. Una morena y una rubia, como en La verbena de la Paloma. Ya en mi provincia, la rubia saca un ordenador portátil, lo sitúa entre ella y su compañera de asiento, lo enciende y se ponen a ver fotos de musculosos místeres de torso desnudo con una música frente a la cual el Chiqui chiqui de Rodolfo Chikilicuatre parecía mismamente la novena de Mahler. Y a un volumen considerable. Mi mujer hace un gesto de desaprobación y yo me lanzo a ofrecerle a la rubia en préstamo unos auriculares para que los demás no tengamos que escuchar su música; como alternativa le planteo (craso error) que baje el volumen. Asimismo, le digo que en cada asiento de ese autobús hay tomas de auriculares para que nadie tenga que escuchar ni la película ni la música del vecino. Lo baja y me dice que si es suficiente, le digo que tendría que quitarlo del todo (insistiendo en la idiosincrasia sonora de esa compañía de autobuses) y la buena señora me dice de malos modos que tendría que haberme limitado a pedirle que lo bajara sin darle tanta explicación. Yo le dije que la única manera como yo pido las cosas es intentando dar razones. Entonces la moza deja de mirarme y dice, con un tono de desprecio digno de mis peores alumnos:
-Anda, pollo, cállate de una vez.
Primera humillación. Y no sé qué le dije a continuación, porque aceptó el préstamo de mis auriculares para compartirlos con su compañera de asiento, la morena de estudiados rizos. Yo le dije que se los quedara y ella me dio las gracias con desgana (la verdad es que se lo dije no por bondad sino porque no quería que ningún miembro de mi familia se manchara los oídos con la cera de la beldad en cuestión). Segunda humillación: el portátil sigue sonando, la rubia se guarda los auriculares, no me los devuelve (si no los usa, para qué se los queda, digo yo) y llegamos a mi ciudad. No tengo arrestos de pedirle que me los devuelva: soy asín de cobarde.
Ella se baja del autobús a fumarse su pitillo rubio para luego seguir en el autobús hasta su destino; nosotros nos vamos a casa.
Salí dolido de aquel lance y, como no tengo más recurso que el del pataleo, también publico la divertida anésdota en esta bitácora.